viernes, 21 de marzo de 2025

Diferencia entre «libido», «lívido» y «libídine»

 

Diferencia entre «libido», «lívido» y «libídine»

Hablemos hoy de la elección entre «libido» o «lívido» (y de paso veamos qué es la libídine). Como dice Ramón Alemán en su blog, es frecuente escuchar no ya al pueblo llano, sino incluso a estudiosos de la materia, algún tipo de error respecto a «libido», una palabreja que, como indicaba Alberto Bustos en su blog, merece, como si de Cérbero se tratara, una triple atención:

  1. se escribe con ‹b›: «libido»
  2. su acentuación es llana: [li⁠ˈ⁠βiðo]
  3. es un sustantivo femenino: «la libido»

El quid: «libido» o «lívido»

Y es que, en resumen, «libido» es una palabra que sufre frecuentemente por la analogía con el adjetivo «lívido», que significa ‘amoratado’ y, secundaria y mayoritariamente hoy en día, ‘muy pálido’. En los artículos ya enlazados de Ramón y Alberto se dice lo esencial sobre todos estos errores, usos, etc., por lo que aquí nos limitaremos a hablar un poco de la etimología y cómo quizá pueda ayudarnos a elegir el género, la ortografía y la acentuación de estos dos rivales: ¿«libido» o «lívido»?

«lívido»

Es un adjetivo que significaba inicialmente ‘amoratado’, ya incluso desde el latín lividus [⁠ˈ⁠liwidus], en el que también podía ser un color plomizo (es decir, un gris azulado); era un adjetivo usado sobre todo para referirse al color de los moratones, cardenales, hematomas; aquí se me viene a la mente el «ojo morado» de los hispanohablantes, pero el black eye de los anglófonos. Por sinécdoque, adquirió también un significado de ‘envidioso, odioso, malicioso’, ya que este es el color que adquiere este tipo de personas cuando hacen lo que más suelen hacer: enfadarse.

En español ⁠—⁠no así el inglés livid, ya que lo hemos sacado a colación⁠—⁠, además, adquirió un significado casi contrario y que hoy día se ha adueñado casi por completo de la palabra: ‘muy pálido’. Ya Lázaro Carreter en uno de sus famosos dardos decía que este cambio se dio primero en francés, de donde pasó al español.

Alguien propone que esta transferencia de significado se debe a lo siguiente:

En medicina, ámbito donde se habla de ‘las livideces cadavéricas’, que son unas manchas moradas que aparecen en ciertas partes de los cadáveres. Alguien creyó que el término se refería a la palidez de un cadáver y por ello pasó a la lengua general con el sentido de ‘pálido’.

Como se dice, se non è vero, è ben trovato.

«libido»

Como ya hemos dicho, es un sustantivo femenino y llano que significa ‘deseo sexual’ [la li⁠ˈ⁠βiðo], por lo que, como apunta la Fundéu, hablar de «libido sexual» es una redundancia.

En latín era un sustantivo derivado del verbo (normalmente impersonal) libet ‘es agradable’. El verbo, como se ve, tiene un significado muy inocente y poco intenso. Al añadir a esa raíz el sufijo para formar el sustantivo, la cosa subió varios grados y adquirió un matiz de ‘deseo ardiente (normalmente con un aire despectivo)’, pero de cualquier cosa, no solo de sexo: de dinero, de hacerse con el poder… Sería, posiblemente, cosa de los cristianos lo de restringir el significado a lo sexual. Por cierto, que de esta misma raíz indoeuropea proceden el inglés love y el alemán lieben ‘amar, querer’.

Y entonces… ¿qué es la libídine?

Es un cultismotecnicismo puesto de moda por los psicólogos Freud y Jung, quienes, como buenos germanos, lo introdujeron desde el latín en su forma de nominativo del sustantivo libido, libidinis [li⁠ˈ⁠bido li⁠ˈ⁠bidinis]. Sin embargo, si estos psicólogos hubieran sido españoles, posiblemente habrían popularizado e incluso internacionalizado la castiza «libídine»evolucionada en el español a través del acusativo libidinem [li⁠ˈ⁠bidinem], que en castellano, además de poco usada, significa simplemente ‘lujuria’ (un deseo sexual que llega a lo vicioso), mientras que la libido es un deseo sexual sin connotaciones de ningún tipo ⁠—⁠después de todo, Freud no era tan guarrete como pretende el imaginario colectivo⁠—⁠.

No me resisto a citar un par de ejemplos de los pocos que recoge el CORDE al buscar usos de «libídine», ambos de Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias (siglo XVI), para ilustrar su uso lujurioso (o «libidinoso», que también existe):

Mas, en este caso, esta cacica usaba otra manera de libídine, después que murieron su marido y su hermano, en vida de los cuales no fué tan desvergonzada. 

Los indios de los Célebes, en algunas partes son más inclinados a libídine que en otras partes, y traen metidas en el miembro genital, entre el cuero y la carne, unas pedrecicas redondas, y el que tiene más desas, aprueban las mujeres por cosa más grata a su bestial delectación.

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Por cierto: nótense en los fragmentos el uso actualmente incorrecto de la tilde en «fue» y el de la coma entre el sujeto «los indios de los Célebes» y su predicado.

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Paco Álvarez

Soy filólogo y profesor de español. He enseñado español en varias academias de idiomas, sobre todo a estudiantes polacos, pero también a estadounidenses e italianos, entre otras nacionalidades, desde el nivel A1 inicial hasta C1. Ahora prefiero centrarme en internet, ya que así muchos más estudiantes pueden mejorar su español. ... Mi otro gran proyecto es mi academia de latín, griego y filología.

lunes, 3 de febrero de 2025

¿Para qué sirve estudiar sintaxis en el colegio?

¿Para qué estudiar sintaxis?

Archivo - Imagen de archivo de una persona con un libro. 
DIPUTACIÓN DE BARCELONA - Archivo


02/02/2025
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Es un debate cíclico. Una vieja polémica que no se agota. Cada cierto tiempo, alguien (habitualmente de ciencias, aunque no solo) acaba preguntando: ¿para qué sirve estudiar sintaxis en el colegio? ¿Por qué pasamos tantas horas de nuestra etapa escolar analizando sintagmas, localizando complementos directos, identificando predicativos? ¿A alguien le ha servido ese conocimiento en la vida real? ¿No sería más útil dedicar ese tiempo a otra cosa más productiva, más interesante? 

La pregunta suele caer como una patada en la boca del estómago a las personas con inquietudes humanísticas o sensibilidad lingüística. ¿Que para qué sirve la sintaxis? ¡La sintaxis sirve para escribir bien, para expresarse mejor! Y hay una parte de verdad en ese argumento: estudiar sintaxis promueve el razonamiento metalingüístico, es decir, entrena nuestra capacidad para pensar sobre la estructura de la propia lengua. Entender los ladrillos que conforman las oraciones nos puede ser de ayuda para detectar faltas de concordancia, puntuar correctamente (¡aviso a navegantes! ¡Las comas no representan “respiraciones”, sino que se ponen siguiendo criterios puramente sintácticos!) o pulir textos en general. Los rudimentos de gramática escolar que llevemos en la mochila pueden ser también un buen apoyo a la hora de aprender nuevos idiomas. 

Si bien el argumento es bienintencionado (y tiene parte de razón), la realidad es tozuda. Y lo que la realidad nos muestra es que los humanos nos convertimos en hablantes plenamente competentes de nuestro idioma (e incluso de otros) sin tener que estudiar sintaxis. Para cuando un alumno llega a la clase de lengua, tiene una competencia lingüística apabullante que no ha obtenido mediante un adiestramiento explícito. Los nativos sabemos hacer perfectamente subordinadas de relativo sin necesidad de saber qué es una subordinada de relativo. Por otro lado, si el argumento primordial para estudiar sintaxis en la escuela es el de fortalecer nuestras habilidades expresivas, cabe preguntarse si la sintaxis es el mejor músculo que podemos ejercitar para ese fin, o si hay otras actividades que quizá resulten más productivas para mejorar la comunicación escrita, como la lectura o los ejercicios de redacción.

¿Es entonces la sintaxis escolar una pérdida de tiempo miserable? El meollo está en que este cuestionamiento solo lo hacemos con la sintaxis: no nos preguntamos si hemos pasado demasiadas horas de nuestra vida aprendiéndonos los accidentes geográficos de Asia, las taxonomías de los reinos biológicos o cómo nombrar compuestos químicos según la IUPAC. Nunca cuestionaríamos si es razonable estudiar en el colegio las leyes de la física, incluso si nada en nuestra vida personal o profesional nos lleva nunca a vernos en el brete de tener que calcular la velocidad con la que llega al suelo una caja que se desliza por un plano inclinado. Y no lo cuestionamos, porque entendemos que la fuerza de la gravedad, el dióxido de carbono, la península de Kamchatka y los protozoos son parte de la naturaleza que nos rodea, del universo en el que vivimos. Entendemos colectivamente que, sean cuales sean nuestras inclinaciones personales o nuestras perspectivas laborales, debemos conocer estas cosas para entender el mundo.

No es ese el caso de la sintaxis. Creemos que analizar sintácticamente una oración consiste en aplicar a una oración dada un galimatías de reglas, trucos memorísticos y excepciones ilógicas, y que el ejercicio no tiene más sentido que el de hacer encajar la frase en unas cajitas que alguien con muy mala leche y demasiado tiempo libre se inventó para torturarnos, pero que no tienen ninguna conexión con el mundo real. Entendemos la sintaxis como algo ajeno, algo que solo existe entre las paredes del aula. Bajo esa óptica, la sintaxis se entiende casi como una estafa piramidal: aprender sintaxis solo sirve para enseñar sintaxis a otros el día de mañana. 

Pero la sintaxis no vive en la pizarra, ni en un libro de gramática. La sintaxis vive en nuestros cerebros. Si al hablar establecemos de forma inconsciente concordancias de número entre sujeto y verbo, si pronominalizamos complementos directos, si movemos unos elementos (pero no otros) a unas posiciones de la oración (pero no a otras), es porque en último término, nuestros cerebros saben que existen los sujetos, los complementos directos, los predicativos, las subordinadas. Que existe la sintaxis, al fin y al cabo. Lo que hacemos cuando analizamos una oración no es un ejercicio de aplicación de unas reglas externas y arbitrarias, sino un ejercicio de descubrimiento. Analizar sintácticamente una frase consiste en identificar las relaciones entre los elementos que la arman, desentrañar la arquitectura que permite a la oración mantenerse en pie y, en definitiva, explicitar un conocimiento que, antes que en ningún otro lugar, reside en nuestra cabeza, aunque sea al margen de nuestra consciencia. Esa sintaxis interna es la que nos permite crear a partir de un conjunto de reglas y elementos limitados una cantidad infinita de oraciones, y la que opera detrás de todas las lenguas humanas.  

Sin embargo, la queja recurrente sobre la inutilidad de estudiar sintaxis en la educación básica revela que esta no es la manera en que solemos pensar en la sintaxis, ni el recuerdo con el que nos quedamos de nuestra etapa escolar. Como dice el gramático Ignacio Bosque en una muy recomendable conferencia en la Universidad de Zaragoza: Cuando el profesor de ciencias naturales explica en clase la estructura del corazón, el alumno dice: ‘Ese es mi corazón’. Pero cuando el profesor de lengua explica la estructura de las subordinadas sustantivas el alumno no dice: ‘Esas son mis subordinadas sustantivas’

No estudiamos el aparato digestivo porque pensemos que hacerlo nos va a ayudar a digerir mejor la comida, sino porque el esófago, el estómago o el intestino forman parte de nuestro ser. De igual modo, es deseable estudiar sintaxis simple y llanamente porque la sintaxis es parte de lo que somos como individuos y de lo que nos construye como especie. La única especie que, hasta donde sabemos, tiene sintaxis. 

sábado, 1 de febrero de 2025

“Nombrar mal las cosas es aumentar el sufrimiento del mundo”

La palabra “mena”, un problema para la RAE

El principal efecto perverso del uso de este acrónimo, que es despectivo y solo se usa en España, es que evita nombrar a la infancia migrante como lo que es: niños y niñas, convirtiendo en sustantivo lo que en realidad es adjetivo


Sede de la Real Academia Española (RAE) en Madrid. ... Andrea Comas


Tania García Sedano  Patricia Fernández Vicens

Al principio, la humanidad hablaba un mismo idioma, lo que les decidió a emigrar hacia el país de Senaar. Una vez allí fundaron la ciudad de Babel y comenzaron a erigir una torre tan alta que rozase el cielo. Dios se percató de la arrogancia que acompañaba el propósito y descendió a la ciudad. En su viaje constató que la humanidad sería capaz de cualquier cosa que se propusiese mientras hablase el mismo idioma. Ante tanta soberbia, impuso un castigo repartiendo distintas lenguas entre los hombres. La confusión hizo que se abandonasen las obras y la humanidad se dispersó por toda la Tierra. Así es como se cuenta en el Génesis (Gn 11, 1-9).


La existencia de distintas lenguas dificulta el entendimiento, pero no es extraño que, incluso hablando el mismo idioma, no nos comprendamos. Aquella presunta maldición se transformó en un regalo. Así, la diversidad lingüística es uno de los más preciados tesoros culturales de la humanidad.


La dificultad para la comprensión recíproca, en ocasiones, no radica más que en la falta de respeto y de amor fraterno hacia el prójimo.


Este año, la Real Academia de la Lengua, RAE, ha incluido la palabra “mena” en el diccionario, y esta es definida, acepción cuarta, como: “Inmigrante menor de edad que no cuenta con la atención de ninguna persona que se responsabilice de él”.


De este modo la RAE, incumple, al menos parcialmente, su función de fomento de la unidad idiomática y de garantizar una norma común, pues prescinde de que mena es un acrónimo con carga peyorativa que deshumaniza a niñas, niños y jóvenes que están en una situación de protección. El desnudar el acrónimo de la carga despectiva que le es inherente supone legitimar a quienes manosean la desnudez, en cuanto falta de abrigo, de niños y niñas solos en un país que no es el suyo.


La categoría infancia migrante atesora las especificidades de la minoría de edad y de la condición de extranjero, aglutinando a las personas más vulnerables por cuanto más expuestas a violaciones de derechos humanos. Los niños y niñas constituyen el 14% de la población migrante, y más del 40% de las personas refugiadas son niños y niñas. De ellas una parte se desplaza sola o se ha visto separada de sus familiares adultos por el camino.

Para dar una respuesta jurídica adecuada a esa realidad, el Reglamento de Extranjería en el año 2011 introdujo el concepto de menor extranjero no acompañado, que derivó en el acrónimo mena.


Este acrónimo se extendió indebidamente más allá del ámbito jurídico, usándose de modo impropio a veces para designar sin base alguna a niños extranjeros, con independencia de que fueran migrantes o hubieran nacido en España o de que estuvieran solos o acompañados. Además, comenzó a usarse con un carácter despectivo y estigmatizante para vincular a los niños migrantes con hechos delictivos.


El principal efecto perverso del uso de este acrónimo, es que evita nombrar a la infancia migrante como lo que es: niños y niñas, convirtiendo en sustantivo lo que en realidad es adjetivo, su condición de personas extranjera y migrante. Invisibilizando su infancia, es fácil negarles la protección y los derechos que le corresponden.


El uso que habría de legitimar su inclusión en nuestro diccionario no cuenta con el consenso con el que la RAE lo ha avalado al incorporarlo al diccionario: su uso se restringe a España, ya que en el resto de la comunidad de hablantes del español no se usa; además su utilización no es pacífica: las organizaciones de derechos humanos, las entidades especializadas en infancia y los profesionales del ámbito psico social deploran su uso y el Colegio de Periodistas de Cataluña y el Consejo de la Información de Cataluña (CIC) han pedido a los medios que aún usan el término mena para referirse a los menores no acompañados que dejen de hacerlo al considerar que deshumaniza a estos jóvenes y los convierte en el blanco del discurso del odio.


Detrás de ese acrónimo encontramos vidas, vidas de niños y niñas con nombre propio, con historias que, como ciudadanos de un Estado de derecho, nos han de interpelar porque transcurren entre las coordenadas de la huida y de la barbarie y la obligatoriedad estatal de detección y protección.


No se trata de un modismo lingüístico, es un acicate para consagrar en el discurso público la deshumanización del otro.


Quizá la RAE para definir una palabra como mena, en un idioma sin fronteras como es el nuestro, tendría que ser más estricta en su clasificación y definición, acogiendo toda la complejidad que subyace a todo fenómeno nombrado a través de una unidad lingüística.


Por eso, instamos a que se reconsidere esta decisión, porque ni su uso es correcto, ni es común, ni es respetuoso con los Derechos Humanos. Ninguna disciplina es ajena al compromiso con los derechos humanos, y de entre todas la del estudio y cuidado de la lengua es imprescindible para construir un relato que humanice y dignifique, cuide y ampare a los más vulnerables, protegiéndoles de un discurso de odio que se construye con palabras.


En todo caso, si el diccionario debiera contener esa palabra, es imprescindible que sea definida como un término peyorativo y despectivo y que la RAE desaconseje su uso.


Debemos evitar que, como dijo Albert Camus, “nombrar mal las cosas es aumentar el sufrimiento del mundo”, y el mal uso que del acrónimo mena se ha hecho en España es un claro ejemplo de ello.


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Tania García Sedano es doctora en Derecho y profesora de la Universidad Carlos III de Madrid. 
Patricia Fernández Vicens es abogada especializada en derecho penal, infancia y migraciones.